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 Don José

Tras el último beso frío y sin respuesta, comprendí que se había ido; lo veía, él seguía allí, incluso parecía inmerso en un profundo sueño, pero la verdad se imponía; ya no estaba. Era él, D. José, sin embargo había perdido la expresividad de aquellos ojillos que me acogían con gusto cada vez que me veía y aquella sonrisa de felicidad verdadera. Sorprendía aquella quietud tan impropia de su persona. Efectivamente, con el pesar de la separación física impuesta, reconocí a la persona cercana a la que me unía un vinculo desde el nacimiento y que tantas veces repetía con júbilo a amigos y extraños: - “La vi nacer, fui el primero en tenerla en mis brazos. ¡Qué carita más bonita!” – decía y nos sorprendíamos del caprichoso destino que inesperadamente nos unió al “colarme” de lleno a formar parte de su extensa familia.
Percibí que había cruzado el umbral de la esperanza, esa puerta abierta que lo conduciría por otros derroteros hacia una dimensión distinta a la que aquí conocemos. Tragándome las lágrimas con dolor y melancolía empecé a sentir la sombra de su ausencia, mientras mi mente se llenaba de imágenes de tantas y tantas circunstancias y anécdotas vividas a lo largo de muchos años que me hicieron sospechar que mi memoria lo mantendría vivo.
- ¡Venga ese abrazo!- ¡Bienvenida!- Decía entusiasmado cada vez que iba a verlo.- ¡Esa sonrisa de oreja a oreja!- Daba igual que fuera todos los días a echar un rato con él y acompañarlo o que se espaciaran las visitas. Siempre te demostraba que su espera había merecido la pena y que para él era importante vernos aparecer.
- ¡Vamos a tomar un cafelito! - ¡Ese bizcocho huele a gloria!- aunque ya sabes que yo no meriendo- se quejaba mientras se servía un buen trozo.
Mientras tanto, como buen parlanchín se le atropellaban las palabras para contar las últimas novedades y acontecimientos, sobre todo, familiares, puesto que con familia tan numerosa siempre había algo que comentar. Al referirme a la familia numerosa, recuerdo lo que con tanta gracia contaba cuando, una de las veces que esperaban a uno de tantos hijos, alguna conocida al percatarse del nuevo miembro en camino, le preguntó: “¿pero otro niño?”- su respuesta chispeante no se hizo esperar- ¡”Pues claro hija!”, sólo cumplo el mandato divino: “Creced y multiplicaos”- Si, si- le contestó la amiga- “¡Pero que el mandato no te lo dijo sólo a ti”
- “Bueno, ya está bien de cháchara”- Es hora de la partida de cartas. “Ya estás tardando”- decía con ilusión - “Pues, ¡prepárate!, no creas que me voy a dejar ganar como siempre, aquí el respeto por los años no cuenta”- replicaba yo - deseando ganarle sólo para oírlo. Las carcajadas se oían a distancia y las trampas ¡también! Así, transcurrieron muchas, muchas tardes porque, ganara quien ganara, la revancha estaba asegurada. Tardes inolvidables grabadas a fuego alrededor de la mesa camilla y brasero en las que nos deleitaba con sus amenas historias que, como buen conversador nato, era capaz de atraer nuestra atención y divertirnos con anécdotas que su vida profesional le había proporcionado y que, la mayoría de las veces, reíamos a carcajadas aunque las repitiera. Siempre parecían nuevas.
Incansable devorador de libros por verdadera vocación, mantenía sus charlas salpicadas de citas que siempre venían al caso y nos dejaba con la boca abierta. Admirábamos su capacidad y su buena memoria, que él mismo consideraba un privilegio. Mil veces tuve la intención de poner por escrito sus interesantes vivencias y cuánto en ellas descubría. A él le debo ideas, emociones y mucho de mi interés por las letras, la pintura o la filosofía, pues su carácter apasionado trasmitía una capacidad vital envidiable.
Pasaban los años y se acercaba a los 100. Pero “¿Tú que eres? ¿Eterno? – preguntaba yo. Con él palpabas la eternidad. Daba la impresión de que no se iría nunca. “Los hombres ocupados no envejecen” – contestaba seguro de lo que decía - “Es fundamental mantener la actividad intelectual”. Y añadía, picarón y ocurrente, nombrando a Chesterton: “Cuando se apaga la bombilla de abajo se enciende la de arriba”
De ese modo, iban desfilando los días con vértigo, sabía que las hojas del calendario se caían sin haberlas arrancado. Absolutamente consciente de que la vejez había llegado más pronto que ninguna otra edad, con pasos de seda, inadvertida, porque nunca se piensa que está ahí.
Dedicaba parte de su tiempo a todo lo que tuviera que ver con el cultivo de uno mismo a través de las Artes (literatura, pintura, música) y la Filosofía. Construyó verdaderas colecciones de reproducciones de arte con mimo y muchas horas dedicadas de minucioso trabajo que le llenaban de ganas de vivir y siempre, de aprender. Era un auténtico acaparador de saberes que supo compartir con naturalidad con el que se sintiera atraído por el mismo mundo que él. – “Mira, mira, ojea esta nueva adquisición para el álbum de los pintores”- decía ofreciéndome la nueva pintura. Disfrutábamos de nuestras aficiones comunes.
Todo esto pasó irremediablemente.
Ahora imagino que los famosos, los auténticos, los personajes a los que tanto admiró habrán acudido, cordiales, a recibirlo y darle la bienvenida: Miguel Ángel, Leonardo, Correggio, Donatello. Y no digamos sus ídolos musicales: Mozart le habrá interpretado su “Requiem”. Bach le habrá deleitado con su “Ofrenda musical”. Lo veo emocionado. Beethoven se une al grupo con su “Quinta sinfonía” - Casi lo oigo decir- “¡Esto es estar en el cielo!”
Se sentirá abrumado ante la presencia de Velázquez, Goya, Rembrandt, Zurbarán... Una interesante tertulia sobre algún cuadro…Picasso, Miró no se habrán quedado atrás; ahora podrá preguntarles sobre el cubismo y las vanguardias que no entendía.
Quizás, en otra sala más antigua, haya estado sentado, escuchando a su admirado Sócrates que seguirá conversando sobre “La inmortalidad del alma” con Aristóteles y Platón. Marañón y Ortega compartirán velada con él; también Unamuno, quien ya habrá resuelto sus dudas sobre la vida eterna…
Así mismo, en su encuentro con Rafael Alberti, habrán recordado su poema “El ángel bueno”, que tantas veces leyó, citó y recitó.


Aquel que a sus caballos

ató el que yo llamaba

Aquel que a sus caballos

ató el silencio

Para, sin lastimarme,

cavar una rivera de luz dulce en mi pecho

y hacerme el alma navegable

                            
Me parece que Pérez Galdós pensaba en él cuando dijo: “La mayoría de los hombres mueren para ser enterrados, sólo una parte, los elegidos, mueren para resucitar”.

                                                                
                                                                                                                     
                                                                                                                           Isabel Fernández
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