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Recuerdo y me gusta el olor de la higuera, me trae aromas de mi infancia, cuando pasaba el verano en un bonito pueblo Conil, sin tanto turismo como ahora. A la vuelta de la playa, subíamos una cuesta muy empinada, era una calle muy bonita y había una o dos higueras, en cada blanca casita, con sus grandes hojas y su buena sombra.
Sentarse debajo de una era un placer ¡que fresquito! Y ahora, al cabo de casi cincuenta años, experimento lo mismo que cuando era niña.
Vuelvo de la playa de La Caleta y para esperar el bus, me siento debajo de los ficus del Mora, también son higueras, aunque distintas, me pongo a respirar profundamente, relajadamente, que olor más grato y que dulce recuerdo, fue el primer árbol que vieron los recién nacidos ojos de mi niña.
Destaco también los olores de la plaza de España donde vivo y me crié, el césped recién cortado, el del laurel de indias, la dama de noche o galán, como le llaman en Sudamericana, las rosas, geranios, margaritas y aunque no olían, también recuerdo la flor del trébol, que los niños llamábamos vinagreras, tenían un sabor muy parecido al vinagre. Y volviendo a mi higuera, Buda se sentaba (según las escrituras) debajo de una para meditar, algo tiene que tener de especial, al menos para mí.

Charo Moya
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