LA
CASA DE ABUELA
Cruzo el pequeño
patinillo, adornado con algunas macetas, y subo la estrecha escalera
cuyo primer tramo lo componen unos altos escalones y un recodo casi
imposible; una escalera de blanca e inmaculada cal, cuyos peldaños,
de losa grisácea en su superficie, han pisado varias generaciones.
Ahora, en la fría y ya casi oscura tarde, se muestra silenciosa bajo
un trozo de cielo donde, tímidamente, asoman algunas estrellas.
Mientras asciendo, echo un vistazo hacia la ventana que aparece a mi
izquierda y hacia aquella otra, pequeñita, al final de la misma.
Permanecen igual que cuando yo vivía allí con mis padres y
hermanas, como si no hubiese pasado el tiempo, sólo que, ahora,
permanecen cerradas y no hay vida en su interior. Abro la puerta de
aluminio y cristales esmerilados -que años atrás no existía-, y
aspiro ese olor a limpio de mi infancia mientras accedo por un
angosto y largo pasillo a la casa de mi tía.
- ¡¿Adela?!...
- ¡Sí! ¿Quién
es?...
Casi a oscuras y con la
sola compañía de su labor, una anciana, de finos y escasos cabellos
grises, sonríe por encima de sus gafas mientras deja sus manos
quietas sobre el regazo. Está sentada en una mecedora al fondo de la
sala, en medio de la puerta de la terraza, el mismo sitio desde
donde, hace ya más de medio siglo, ve la vida pasar…
- ¿Qué hay,
preciosa? Aquí estoy, peleándome con el ganchillo.
Llena de ternura, cruzo
la pequeña estancia provista de escasos y modestos muebles. Las
fotos de sus hijos, nueras, nietos y bisnietos –testigos mudos del
paso del tiempo- colocados cuidadosamente por toda la sala, al igual
que sus blancos y almidonados paños de crochet. En el mueble
principal, desde donde mi memoria alcanza, el libro de poemas de
Rafael Alberti: Marinero en tierra… “Marinerito delgado, Luis
Gonzaga de la mar…” Sorteo la pequeñísima mesa camilla y
retiro un poco el andador con el que se ayuda por la casa. No sin
cierta dificultad –aún tengo que evitar una pequeña banqueta de
plástico donde reposa una de sus hinchadas piernas- me inclino para
besar sus blancas y hundidas mejillas.
Esta vez le llevo
rosquitos, le encantan. Me pide verlos y, con gesto picarón, coge
uno y se lo lleva a la boca. Llevo el resto a la cocina, un espacio
tan reducido que me parece casi de juguete. Mientras poso el plato en
la pequeña mesa pegada a la pared de la izquierda, echo una rápida
mirada a ese estrecho rectángulo provisto tan sólo de un seno, una
pequeña cocina económica y un simple frigorífico; al fondo, el
único mueble colgado que siempre estuvo allí, con sus tres puertas
de formica verde. Nadie diría, por las dimensiones y la pulcritud
reinantes, que se sigue elaborando allí comidas caseras a la antigua
usanza.
Me siento cerquita de
ella, mientras me enseña la labor y me cuenta cosas, observo sus
gestos, sus ojos, su cara, sus manos… y veo a los abuelos… y a mi
padre…
Cuando llega el momento
de marcharme, levanta trabajosamente su dolorido cuerpo; no quiere
que la ayude, ella puede con todo: con la comida, con la casa, con el
lavado, con la plancha… Lo que ya no puede, desde hace un tiempo,
es ir a la casa de abajo y subir a la azotea.
Se recompone la toquilla
sobre sus hombros y me acompaña hasta la puerta muy despacito,
pisando con cuidado las mismas baldosas, ya gastadas, que tantas
veces pisaron mis pies de niña. Alza sus brazos para asir los míos
y me aprieta con sus manos mientras nos besamos tierna y
efusivamente; yo, siento la fragilidad de ese cuerpo que tanto
quiero, y reprimo mis fuerzas por temor a romperlo o hacerle daño.
- La próxima vez voy
a traer tarta de galletas con chocolate.
- ¡Mmm!…-Exclama
poniendo los ojos en blanco y haciendo un gesto muy simpático que
siempre me recuerda a Miliki, el payaso de la tele…- Y me
lees, que hoy con tanta cháchara nos hemos olvidado de
nuestro querido Alberti. Adiós, preciosa- Me dice sin
dejar de sonreír.
Una amalgama de
sentimientos inunda todo mi ser mientras bajo a despedirme de mis
otras tías, y en el recuerdo, esa misma casa que dejo inmersa en el
silencio y la soledad, aparece con gente que sube y baja por esa
escalera de blanca e inmaculada cal; luces amarillentas salen de esas
ventanas desde donde se oyen voces, risas; el ruido de un tenedor
golpea rítmicamente un plato; luego, el chisporreteo de la cocina y
ese olor a tortilla que sube desde el patinillo… Correteando
felices por allí, en un mundo mágico, tres niñas cantan…
“Marinerito delgado, Luis Gonzaga de la mar, ¡qué fresco era
tu pescado acabado de pescar…!”
Me voy llena, satisfecha,
pero con el temor de que, tal vez, sea la última vez que vea a esa
tía junto a la que me crié. El próximo mes de Abril cumplirá
noventa años…
Primer Premio Certamen Literario del Puerto:
"La arboleda Perdida" y Fundación Rafael Alberti
Mariló Lozano López
1 comentarios:
me gusto por que era como un trabalenguas y un cuento muy interesante y muy divertido que hace pensar lo que pasa en el cuento