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TAN DESEADO COMO BREVE

El último mes lo había vivido intensamente, minuto a minuto, sin descanso para mi mente, que no podía comprender lo que me estaba pasando, ni para mi corazón que se encogía con el sufrimiento que esto me provocaba. No conseguía quitármelo de la cabeza.
Cuando volvía a casa después de dejar a los niños en el colegio decidí pasar antes por el gimnasio y concretar mi inscripción para mi puesta a punto con vistas al verano. Y allí me lo encontré. La alegría y sorpresa fueron tan grandes que lancé un grito y lo abracé con todas mis fuerzas. Él sonreía y me miraba dejándose querer con esa serenidad que a mí tanto me tranquilizaba en otras épocas, aunque a veces hubiera llegado a desconcertarme.
- ¿Tienes tiempo para charlar un rato?
- Todo el del mundo, mentí. Ya se me ocurriría algo a última hora para comer y haría las camas por la tarde.
Salimos y empezamos a caminar sin rumbo. Recordamos tiempos pasados sin otra responsabilidad que los estudios ni otros disgustos que los amoríos frustrados. Poco a poco me fui enterando de sus peripecias e intuyendo que no todo iba bien. Le conocía demasiado para darme cuenta que eludía hablar de su vida actual.
Entramos en una cafetería, nos sentamos enfrentados y nuestras miradas se cruzaron, las sostuvimos durante unos segundos y en el fondo de nuestros ojos encontramos el mismo cariño y confianza de siempre. Esperé que él hablara… pero no decía nada. Me cogió la mano acariciándola suavemente. Empecé a ponerme un poco tensa a la vez que un cosquilleo me recorría todo el cuerpo. ¡Dios, mío! ¿qué nos estaba pasando?. No quería que la emoción me dominara y rompí el silencio.
- Bueno, ya sé lo que has hecho en estos años, y ahora ¿qué haces?¿cómo es tu vida?.
Me apretó entonces la mano con fuerza y miró alrededor, pero estoy segura que no veía nada. Aquello que llevaba dentro le impedía hablar, mantenía una lucha consigo mismo y no era capaz de ganar la batalla.
- Mira, Lucía, yo no sé si el encontrarte ha sido una suerte para mí o una desgracia para ti. Sí, no pongas esa cara. Creo que son ambas cosas. En fin, te lo voy a contar, después de todo has sido siempre mi mejor amiga, aunque hayan pasado años siempre te he recordado como tal.
Y empezó… y siguió… y… cuando finalizó con palabras entrecortadas, yo estaba intentando tragar saliva y dominándome para no llorar, pero sin éxito. Para disimular miré el reloj: ¡los niños! Seguro que el chico ya estaba lloriqueando ante mi tardanza. Tenía que irme pero ¡me sabía tan mal dejarlo así!... Anoté mi número de teléfono en una servilleta y se la dejé sobre la mesa.
- Mis hijos están a punto de salir del colegio, susurré. Llámame y seguiremos hablando. Le di un beso y él, con su cara entre las manos, ni se movió.
Ya en casa, en cuanto tuve un momento de tranquilidad busqué “La arboleda perdida”, me lo había regalado un Día del Libro en la época que estábamos estudiando a Alberti en la Facultad. En la primera página había escrito: “Pienso que los libros de memorias son un cúmulo de nostalgias, ¡Me haría tanta ilusión formar parte de las tuyas!...” No sabía él que ni un solo día lo había olvidado.
Días después me llamó la policía. Alguien había encontrado su billetera. Dentro, la servilleta con mi número de teléfono. Fui en seguida a recogerla. Con su contenido fui haciendo averiguaciones y atando cabos. Todo resultó inútil. Llegué demasiado tarde.

                                                                         
                                                   
                                                                                Mercedes Rodríguez de Zuloaga
                                                                                                                  
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