Incertidumbre
Para
Matilde era un día especial, la habían llamado de la clínica, el
doctor quería hablar con ella sobre la mamografía que le hicieron
la semana anterior.
Dejó
a sus dos hijos en el colegio y sin decirle nada a su marido se
dirigió hacia allí, en su cabeza bullían miles de pensamientos,
cogió el autobús pues ya se le hacía tarde, llegó a la consulta
y la enfermera le dijo que enseguida le atendería el doctor.
Se
sentó, sentía calor, se quitó el pañuelo del cuello y empezó a
darle vueltas entre sus manos, sentía como le temblaban las piernas
y un sudor frío le corría por la espalda. Se puso de pie y empezó
a caminar de un extremo al otro de la sala, miró por la ventana sin
ver lo que ocurría en el exterior, sentía la boca y la garganta
seca, le costaba trabajo respirar.
Ahora
se arrepentía de no habérselo comentado a Andrés, su marido.
Carmen Gallardo
|
Bajo el cielo estrellado
"En qué
momento de la educación de su niña habían empezado a equivocarse".
Lucía
era una niña feliz, sonriente y noble. Luis la denominaba "Lucía
sí Señor" ya que ella nunca oponía resistencia a las
propuestas de papá y de Cecília la mamá.
La
hermana pequeña, Bárbara, siempre protagonista, completaba la
unidad de esa familia parlanchina.
Lucía
siempre serena, escuchando, con la mirada baja, esperando su turno de
audiencia, se refugiaba en su cuarto devorando todos los libros que
encontraba, inventándose su peculiar mundo.
A
ese mundo acude un encantador de serpientes que en su alfombra mágica
la transporta a un universo feliz.
Es
noche cerrada, Luis y Cecilia, descansando en el porche bajo el manto
estrellado, se preguntan en qué se han equivocado.
Amalia Mendoza
|
Huida
Se despierta agitada, cansada.
Lleva meses en que muchas noches se repite el mismo sueño.
Dos mujeres jadeantes,
asustadas, corren por un interminable pasillo a media luz lleno de
puertas; aunque no hay nadie más se sienten perseguidas y avanzan
como si lo estuvieran, hasta la puerta más grande y más lejana,
pensando que esa elección es la mejor.
Al abrir de un empujón la
puerta, la visión les desconcierta, un espacio abierto, despejado
lleno de gente rodeado por una alambrada, respiran profundamente el
aire frio hasta recuperar fuerzas y siguen avanzando unidas, entre la
multitud; tienen que salir de allí.
Al llegar a la alambrada se
ayudan mutuamente apartando los espinos. No consiguen abrir hueco
suficiente y la atraviesan arañándose y dejando girones de sus
vestidos. A lo lejos divisan casas altas, cuadradas, modernas, con
grandes cristales y deciden ir hacia allí. En el camino al mirarse
se dan cuenta que tienen sus cabellos al aire, se han quedado en la
alambrada sus pañuelos; se sienten como desnudas, pero no vuelven
atrás.
Exhaustas abren la puerta del
primer edificio que alcanzan. No sabían que iban a encontrar, pero
se ven en un gran gimnasio lleno de gente alta, delgada, rubia, que
se vuelven a mirarlas y mantienen fijas en ellas sus miradas.
Se ve reflejada en un espejo y
no se reconoce, esperaba una joven casi adolescente y encuentra una
mujer, mira su mano que aprieta la de su compañera y solo encuentra
una mano, una mano sin cuerpo. Siente la angustia de haberla perdido
y no saber dónde.
No creo que pueda olvidar
nunca la huida de mi país, pero espero que algún día desaparezca
este obsesivo sueño.
Margarita de
Prado
|
Amor
matemático
El cateto Manuel sale de su pueblo para dirigirse a la capital y al
mirar por el escaparate de una librería se sorprende al ver a la
hipotenusa Juliana.
Ella responde a su idealizado tipo de mujer: es muy bella y tiene
unas redondeadas curvas divergentes en su cuerpo que llegan a
encontrarse en un punto común.
En realidad, ha venido deliberadamente a buscarla porque ellos son
primos entre sí, a la vez que divergentes.
Pese a vivir como dos líneas paralelas, surge el amor entre ellos;
los casa Pitágoras y comienzan una algebrista vida en común.El
máximo común divisor visitó su casa y tuvieron cuatro
hijos:escaleno, equilátero, agudo y recto.
Más tarde,el radio formó con ellos un triángulo amoroso con una
incógnita que no llega a cuadrar, dando lugar al divorcio que
condena a Manuel y Juliana a vivir la soledad del infinito.
Amalia Mendoza
|
¿Gustos?
No me gusta lo ingrato, lo inseguro ni
lo que genera violencia.
No me gusta ver el vaso medio vacío, ni
la gente que ve el mundo de color negro derramando solo energía
negativa.
No me gusta que hagas lo mismo todos
los días y no me gusta que me ignores pues me hace sentirme mal.
Me gusta moldear mis pisadas sobre la
arena y que queden grabadas sobre la orilla del mar.
Me gusta el agradable vuelo de una
cigüeña en un cielo azul.
Me gusta el andar gracioso y torpe de
un niño pequeño jugando en el parque.
Me gusta el entrañable gesto de un
anciano al mirarte. Sus ojos ya agotados te transmiten plenitud.
Me gusta el amor sincero que fluye
entre nosotros dos.
Me gusta la gente positiva y por eso,
por lo auténtico que eres, me gustas tù.
Carmen Hidalgo
|
Me
gustaría ser…
Me
gustaría ser un espejo para que todos me miraran. Tienen esa
habilidad, nadie es capaz de pasar sin echarles una ojeada, aunque
sea de reojo. Sería divertido estar en diversidad de lugares y
ambientes, ya sea reflejando rostros, decorando o ampliando espacios,
o hasta gastando bromas confundiendo a la gente.
Pero
lo que me encantaría es ser espejo de ascensor. Sonreiría por la
mañana al ver a los que van a trabajar siempre deprisa porque llegan
tarde, ellos poniéndose la corbata o abrochándose el cinturón,
ellas pintándose los ojos o la boca. Más temprano, al amanecer,
entraría el panadero, que echaría las migas que deja en el suelo
por el hueco del ascensor, y saldría el querido de la señora del
quinto que ese sí que va siempre vistiéndose y con los ojos
hinchados de sueño. Aunque algunos días yo sufriría viendo que se
retrasaba, y que el marido estaba a punto de llegar también con los
ojos hinchados de sueño pero desnudándose para meterse en la cama.
Después vería a los niños que salen al colegio, el del noveno
pintarraqueando la pared o escupiéndome insolentemente. Sobre las
doce la chica del primero vendría cargada de la compra y se metería
cinco euros en el escote, correspondientes a la sisa del día. Los
días de viento el surfista del cuarto volvería de la playa todo
mojado, y me apoyaría la tabla chorreando, ¡qué frío!. ¿Y qué
decir de los novios del segundo? Ella me miraría con cara de gusto
mientras el la estrujara y manoseara. Los viejos del tercero me
causarían ternura, siempre dándose voces para oirse y peleándose
por tonterías.
Confieso
que algunas veces me gustaría no ser testigo de algunas cosas y en
ese caso, como no, podría cerrar los ojos, desearía que se
fundieran las luces que son en realidad mi razón de ser.
Y
después de contaros esto, me pregunto: ¿qué necesidad tengo yo de
ser espejo de ascensor si sé todo lo que pasa en él? Creo que me he
equivocado. La próxima vez os diré que me gustaría ser espejo,
pero más pequeñito, de bolso de señora. ¡Qué de secretos por
descubrir!
Mercedes
Rodríguez de Zuloaga
|