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Poco antes de que los domingos fueran amargos, en el corazón del Albaicín donde aún resuena el quejío de una burlería gitana, una soleá o una seguidilla. Donde el amor sabe a arte, a compás y a coplilla, El Farruco y Candela, mirándose a los ojos con una cadencia lenta, profunda, se juraron amor eterno. Amor que solo se puede jurar con esa intensidad, cuando es prohibido.

Dicen los que pasan por allí, que en noches de luna llena, una fragancia de romero e incienso impregna el aire, y se escucha a lo lejos los sones de una guitarra acompañando los susurros de los dos amantes, que prefirieron morir juntos a vivir separados.

                                                                 


Rosario Benjumea
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