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La Plancha.
Para
Juan era un tormento el tener que planchar las camisas, los vestidos,
los pantalones y el uniforme del colegio de los niños, siempre a la
misma hora, todas las tardes al ocaso. El hastío, el aburrimiento
del acero ardiente deslizándose, luchando contra unas arrugas que
casi se burlaban, le estaban cansando. Juan se situaba de pie frente
a la ventana del salón, la televisión a la derecha que cansina
repetía una y otra vez las noticias metódicamente estudiadas , para
llenarte de estímulos programados. Cuando el sol cansado regalaba
sus últimos y fugaces rayos, convertía los ventanales del piso de
enfrente en un caldero mágico de fuego multicolor.
Un
día observó obras en el piso de enfrente y ello le produjo una
distracción agradable durante casi un mes, la modificación de
paredes, pinturas, muebles y por fin los nuevos inquilinos , fue un
bálsamo para las tardes de plancha. Entonces apareció ella, el
ocaso cobró un nuevo sentido y deseaba que los reflejos cristalinos
desaparecieran , para contemplar a su nueva vecina, cualquier excusa
para eliminar arrugas inexistentes era suficiente para instalar la
tabla de planchar y colocar todo los artilugios necesarios para poder
contemplar a la joven, que paseaba en camisa desenfadada y ropa
interior.
Aquella
noche, mientras contemplaba de nuevo la escena que le dio sentido a
su plancha diaria, acabó con un grito desgarrador, su mujer
contemplaba como había tatuado de negro ceniza su vestido preferido.
Luis
Barriga
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