•20:41
En la puerta había una gorra negra. Se detuvo. Pensó que cerrando los ojos serviría para que desapareciera. Los abrió. Aún estaba allí. Con su presencia, desaparecía la alegría que durante aquellas semanas, incluso cuando veía a su madre con los ojos arrasados en lágrimas, había había conservado como un tesoro. Presintió, como tantas otras cosas, que la puerta se abría, y corrió a esconderse tras los matorrales; verle recostado en el quicio, le hizo sentir náuseas.

Observó como bajaba los escalones mirando a derecha e izquierda, abriendo mucho las aletas de la nariz, como si aquel gesto le permitiera olfatearla en el aire. Agazapada, temblorosa, a la espectativa, igual que un animal herido, sintió como una llamada atávica recorría sus venas impulsándole a defenderse. Tanteó su alrededor. El metal era frío, la forma de media luna, y el filo, le hizo saber de qué se trataba. Si el marido de su madre se acercaba, si otra vez intentaba tocarla... Antes de poder ver, claramente, entre los troncos sus zapatos, la decisión estaba tomada.

Raquel dejó de temblar, respiró hondo, y aguantó el dolor que le producía aferrarse con todas sus fuerzas, y sus pequeñas manos de niña, al mango de la hoz.

Blanca Sandino

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